miércoles, 24 de junio de 2015

“Es necesario que Él crezca y yo disminuya”

¡Amor y paz!

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este miércoles en que celebramos la solemnidad de la Natividad de San Juan Bautista.

Dios nos bendice…

Evangelio según San Lucas 1,57-66.80. 
Cuando llegó el tiempo en que Isabel debía ser madre, dio a luz un hijo.  Al enterarse sus vecinos y parientes de la gran misericordia con que Dios la había tratado, se alegraban con ella. A los ocho días, se reunieron para circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre; pero la madre dijo: "No, debe llamarse Juan". Ellos le decían: "No hay nadie en tu familia que lleve ese nombre". Entonces preguntaron por señas al padre qué nombre quería que le pusieran. Este pidió una pizarra y escribió: "Su nombre es Juan". Todos quedaron admirados. Y en ese mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios. Este acontecimiento produjo una gran impresión entre la gente de los alrededores, y se lo comentaba en toda la región montañosa de Judea. Todos los que se enteraron guardaban este recuerdo en su corazón y se decían: "¿Qué llegará a ser este niño?". Porque la mano del Señor estaba con él. El niño iba creciendo y se fortalecía en su espíritu; y vivió en lugares desiertos hasta el día en que se manifestó a Israel. 
Comentario

El nacimiento de Juan y el de Jesús, y sus correspondientes Pasiones, han marcado la diferencia entre ambos. Porque Juan nace cuando el día empieza a decrecer; Cristo, cuando el día se dispone a crecer. La disminución del día es, para uno, el símbolo de su muerte violenta. Su crecimiento, para el otro, la exaltación de la cruz.

    Hay también un secreto sentido que el Señor revela… en referencia a esta frase de Juan sobre Jesús: “Es necesario que él crezca y yo disminuya”. Toda la justicia humana… se había consumado en Juan; dijo de él la Verdad: “Entre los nacidos de mujer, no hay ninguno mayor que Juan, el Bautista” (Mt 11,11). Ningún hombre, pues, es superior a él; pero no era sino un hombre. Ahora bien, en nuestra gracia cristiana, se nos pide de no gloriarnos en el hombre, sino que “si alguno se gloría, que se gloríe en el Señor” (2C 10,17): el hombre, en su Dios; el servidor, en su amo. Es por esto que Juan grita: “Es necesario que él crezca y yo disminuya.” Ciertamente que Dios ni disminuye ni crece en sí mismo, sino en los hombres; a medida que aumenta el verdadero fervor, la gracia divina crece y el poder humano disminuye, hasta que llega a su fin la morada de Dios que está en todos los miembros de Cristo, y donde toda tiranía, toda autoridad, y todo poder, mueren, y donde Dios es todo en todos (Col 3,11).

    Juan, el evangelista, dice: “Había la verdadera luz, la que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (1,9): y Juan, el Bautista, dice: “De su plenitud todos hemos recibido” (Jn 1,16). Cuando la luz, que en ella misma es siempre total, crece en el que es iluminado por ella, éste decrece en él mismo cuando deja de tener lo que estaba sin Dios. Porque el hombre, sin Dios, no puede más que pecar, y su poder humano disminuye cuando triunfa en él la gracia divina, destructora del pecado. La debilidad de la criatura cede ante el poder del Creador, y la vanidad de nuestros afectos egoístas se hunden ante el universal amor, mientras Juan, el Bautista, desde el fondo de nuestra miseria, grita a la misericordia de Dios: “Es necesario que él crezca y yo disminuya”.

San Agustín (354-430), obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia
Homilía para el nacimiento de Juan el Bautista