miércoles, 19 de noviembre de 2014

No podemos recibir la luz del Señor y luego ser tinieblas para los demás

 ¡Amor y paz!

Jesús va al frente de sus discípulos. Se encamina hacia Jerusalén donde será nombrado Rey por su Padre Dios. No serán tanto las aclamaciones que recibirá en su entrada gloriosa a Jerusalén entre Vivas y Hosannas; no será tanto aquella burla inferida por los soldados cuando le hagan rey de burla; no será tanto aquel letrero que se mandará poner en lo alto de la cruz y en que estará escrito: Jesús Nazareno, Rey de los Judíos. Será Aquella Glorificación que le dé el Padre Dios por su filial obediencia. Y esto mismo es lo que el Señor espera de quienes vamos tras sus huellas.

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este miércoles de la 33ª semana del Tiempo Ordinario.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Lucas 19,11-28. 
Jesús dijo una parábola, porque estaba cerca de Jerusalén y la gente pensaba que el Reino de Dios iba a aparecer de un momento a otro. Él les dijo: "Un hombre de familia noble fue a un país lejano para recibir la investidura real y regresar en seguida. Llamó a diez de sus servidores y les entregó cien monedas de plata a cada uno, diciéndoles: 'Háganlas producir hasta que yo vuelva'. Pero sus conciudadanos lo odiaban y enviaron detrás de él una embajada encargada de decir: 'No queremos que este sea nuestro rey'. Al regresar, investido de la dignidad real, hizo llamar a los servidores a quienes había dado el dinero, para saber lo que había ganado cada uno. El primero se presentó y le dijo: 'Señor, tus cien monedas de plata han producido diez veces más'. 'Está bien, buen servidor, le respondió, ya que has sido fiel en tan poca cosa, recibe el gobierno de diez ciudades'. Llegó el segundo y le dijo: 'Señor, tus cien monedas de plata han producido cinco veces más'. A él también le dijo: 'Tú estarás al frente de cinco ciudades'. Llegó el otro y le dijo: 'Señor, aquí tienes tus cien monedas de plata, que guardé envueltas en un pañuelo. Porque tuve miedo de ti, que eres un hombre exigente, que quieres percibir lo que no has depositado y cosechar lo que no has sembrado'. Él le respondió: 'Yo te juzgo por tus propias palabras, mal servidor. Si sabías que soy un hombre exigentes, que quiero percibir lo que no deposité y cosechar lo que no sembré, ¿por qué no entregaste mi dinero en préstamo? A mi regreso yo lo hubiera recuperado con intereses'. Y dijo a los que estaban allí: 'Quítenle las cien monedas y dénselas al que tiene diez veces más'. '¡Pero, señor, le respondieron, ya tiene mil!'. Les aseguro que al que tiene, se le dará; pero al que no tiene, se le quitará aún lo que tiene. En cuanto a mis enemigos, que no me han querido por rey, tráiganlos aquí y mátenlos en mi presencia". Después de haber dicho esto, Jesús siguió adelante, subiendo a Jerusalén. 

Comentario

Él nos confió el anuncio del Evangelio que, como una buena semilla que se siembra en el campo, ha de producir más y más fruto, hasta que la salvación llegue hasta el último rincón de la tierra. No podemos haber recibido la salvación y querer disfrutarla de un modo particularista e intimista. No podemos envolverla en el pañuelo de nuestra propia piel; la luz que el Señor nos dio no puede esconderse cobardemente debajo de una olla de barro. El Señor nos quiere apóstoles que, con la valentía que nos viene de su Espíritu Santo en nosotros, trabajemos esforzadamente para que el Reino de Dios llegue a nosotros con toda su fuerza. Quien no lo haga se estará comparando a aquellos hombres que rechazaron al Señor y no lo quisieron como Rey en su vida, y sufrirá la misma suerte de rechazo dada a ellos.

En la Eucaristía, el Señor nos entrega su Palabra, su Vida que nos salva, y la comunión fraterna en el amor. Este gran tesoro ciertamente debe ser aprovechado primeramente por cada uno de nosotros. Nosotros somos los primeros beneficiados por el Señor, y su presencia en nosotros ha de ser una presencia transformante, transfigurante, de tal modo que, día a día, vayamos no sólo siendo iluminados por la Luz del Señor, sino que nos convirtamos en luz que alumbre el camino de quienes nos rodean. No podemos dejar que el Señor encienda su Luz en nosotros para después desligarnos de Él. Su presencia en nosotros ha de ser continua, unidos a Él mediante la oración y la escucha fiel de su Palabra, pues la salvación no es obra del hombre, sino de Dios en el hombre. Por eso la Eucaristía, nuestro punto más alto de encuentro con Dios en esta vida, debe tener en nosotros la máxima importancia, y debe realizarse con un auténtico amor que nos lleve a ser verdaderos discípulos suyos hasta que su Iglesia llegue a ser transformada, por Él, en una imagen perfecta de su Hijo amado, en la historia.

Pero el tesoro de la Palabra de Dios, de su Vida que nos salva y de la comunión fraterna que nos une como hijos de Dios, no puede quedarse encerrada en nosotros de un modo cobarde. Dios confió a su Iglesia la salvación para que la haga llegar a todos los hombres. A cada uno corresponde, en el ambiente en que se desarrolle su vida, dar testimonio del Señor para conducir a sus hermanos a un verdadero encuentro con Dios y lograr, así, un compromiso personal con Él. No podemos buscar al Señor para que nos ilumine con su presencia, y después dedicarnos a ser tinieblas para los demás con actitudes contrarias a nuestra fe y al amor, que ha de manifestarse con las buenas obras, dando razón de nuestra esperanza.

Vivamos con autenticidad nuestro compromiso con el Señor, aun cuando por ello tengamos que sufrir burlas, persecución o muerte. Tengamos firme nuestra esperanza en que el Señor, por serle fieles y dar testimonio de Él proclamando su amor a todos, al final nos resucitará para que contemplemos su Rostro y seamos coherederos, junto con su Hijo, de la Gloria que ha reservado a los suyos.