domingo, 2 de febrero de 2014

¿Ofrecemos nuestra vida al Señor o a los ídolos?

¡Amor y paz!

La fiesta de la Presentación celebra una llegada y un encuentro; la llegada del anhelado Salvador, núcleo de la vida religiosa del pueblo, y la bienvenida concedida a él por dos representantes dignos de la raza elegida, Simeón y Ana. 

Por su provecta edad, estos dos personajes simbolizan los siglos de espera y de anhelo ferviente de los hombres y mujeres devotos de la antigua alianza. En realidad, ellos representan la esperanza y el anhelo de la raza humana.

Al revivir este misterio en la fe, la Iglesia da de nuevo la bienvenida a Cristo. Ese es el verdadero sentido de la fiesta. Es la "Fiesta del Encuentro", el encuentro de Cristo y su Iglesia. Esto vale para cualquier celebración litúrgica, pero especialmente para esta fiesta. La liturgia nos invita a dar la bienvenida a Cristo y a su madre, como lo hizo su propio pueblo de antaño: "Oh Sión, adorna tu cámara nupcial y da la bienvenida a Cristo el Rey; abraza a María, porque ella es la verdadera puerta del cielo y te trae al glorioso Rey de la luz 
nueva”. (Vincent Ryan).

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este domingo en el que celebramos la Fiesta de la Presentación del Señor.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Lucas 2,22-40.
Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor,  como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor. También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo: "Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel". Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: "Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos". Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.
Comentario

Bien podemos presumir que, de entre las acepciones que el diccionario da al término "presentar", la que mejor le cuadra a esta Fiesta de la Presentación del Señor es la de "ofrecer, regalar, dar".

La ceremonia de la consagración de los primogénitos era en agradecimiento al Dios que sacó al pueblo de la esclavitud; los primogénitos eran ofrecidos, regalados, dados a Dios, aunque luego eran "rescatados".

No nos interesa el qué o el cómo, sino el sentido que en la vida de Jesús pudo 
tener este acontecimiento, para saber el que debe tener en la nuestra.

Ante todo hay una realidad, ya a menudo comentada: Jesús se hizo hombre con todas las consecuencias, incluida la de pasar por las prescripciones legales del pueblo en cuyo seno nació. Se hace uno de nosotros, no una apariencia de hombre.

Pero hoy podemos aprovechar para rastrear otro aspecto de este momento de la vida de Jesús: ser ofrecido a Dios, ser regalado, dado a Dios.

Ser regalado a Dios no es sólo un acto de piedad (aunque de hecho muchas veces no pasa de ser simplemente eso); es una opción, una elección, una toma de postura ante la vida y la manera de vivirla. Ser regalado a Dios es aceptar ser suyo, no sólo como objeto de "su" propiedad, sino como fuerza y energía vitales puestas a su servicio. Ser dado a Dios es no aceptar en la propia vida otro dios que Dios ni otro reinado que su Reino. Ser regalado a Dios es, en fin, convertirse en regalo de Dios para los hombres, pues Dios no busca "coleccionar personas" a su servicio, sino enviar, a quienes se ponen en sus manos, a que sirvan a los hombres.

Muchos hombres y mujeres se han presentado a Dios, se han ofrecido a Él, se han regalado a Él. Muchos otros, en cambio, se han ofrecido a otros dioses:

-se presentan al dios dinero, en los templos de los bancos, la bolsa, la oficina de negocios, la inversión rápida, la especulación fácil;

-o se presentan al dios consumo, en los templos de los grandes alma- cenes; o en los templos de los pubs de moda, en unos modernos viacrucis con bastantes más de catorce estaciones y que suelen terminar en el calvario del aburrimiento, del alcoholismo o la toxicomanía;

-otros se presentan al Dios estética, en los templos gimnasio, las boutiques de moda, entregados a los ritos de cuidar la imagen, acicalarse hasta la saciedad, confesando el credo de la fe en la eterna juventud, cerrando los ojos al "pecado" de envejecer;

-otros se presentan al dios trabajo, con una religiosidad comparable a la de los contemplativos; entregados en cuerpo y alma, sin tiempo para nada ni para nadie, "célibes" voluntarios de la esposa y la familia, sin tener ojos, oídos ni corazón para otra cosa que no sea el trabajo, con sus litúrgicas vestiduras del traje de yuppi, sus rituales comidas y cenas de trabajo;

-otros eligen presentarse a la diosa de la fortuna, confiando en la providencia de la suerte, con una amplia gama de ritos; velas, imágenes con perejil, escapularios... ello bien cerca del billete de la lotería o de la quiniela en la que han puesto toda su ilusión y su esperanza, consintiéndole a tan caprichosa diosa sus múltiples y reiterados desplantes, confiando una y mil veces en sus nunca cumplidas promesas;

-hay personas que se presentan y se rinden incondicionalmente ante la diosa ciencia, a quien se lo entregan todo y de quien todo lo esperan, deslumbrados por unos brevísimos instantes de luz que han cruzado la vida del hombre contemporáneo como un rayo en la noche. A ella la ven como auténtica salvadora del ser humano, a ella se ofrecen, de ella aceptan el caro precio que exige pagar en contaminación, desertización de tierras, intoxicaciones, etc., porque siguen confiando en que ella ha de resolver todo antes o después;

-no faltan hoy día quienes se presentan al dios de la droga, nuevo en su "formato", pero viejo en su sed de sangre, que reclama insaciablemente sacrificios humanos ofreciendo a cambio un paraíso de media hora tras el rito de la aguja o la esnifada; un dios que anda hoy día bien abundante de acólitos-camellos, dedicados horas y horas, en esquinas o en locales de moda, a prestar servicios a los fieles adeptos.

Hay, en fin, tantos dioses ante los que se presentan los hombres y mujeres de nuestro tiempo que la imagen de Jesús hoy, niño en brazos de su madre presentado al Dios que prometió estar siempre junto a su pueblo y cumplió sus promesas, debe hacernos reflexionar.

Reflexionar sobre el dios o los dioses a los que nos estamos presentando cada día, en el trabajo y en la casa, en el tiempo libre y en el ocupado, con los conocidos y con los desconocidos.

Reflexionar sobre lo que esos dioses nos aportan realmente a nuestra vida, si nos salvan de algo o nos están haciendo cada día más y más esclavos.

Reflexionar sobre el precio que esos dioses se cobran de nosotros, sobre su capacidad de absorbernos, de alienarnos, de dominarnos y dejarnos sin libertad. Comprender el caro tributo que nos imponen.

Reflexionar sobre las consecuencias, muchas de ellas constatables en cualquier momento, en cualquier situación, y lo que nos aportan.

Y reflexionar, en definitiva, si no merecerá más la pena presentarnos al Dios de Jesús, que no acapara sino que libera, que no esclaviza sino que salva, que no mata sino que da vida. Y ojalá también nosotros, al fin, nos presentemos ante el Dios de Jesús. Con todas sus consecuencias.

LUIS GRACIETA
DABAR 1992, 13