sábado, 24 de noviembre de 2012

Cristo murió y resucitó para que tengamos vida eterna

¡Amor y paz!

Creer o no creer en la resurrección da lugar a dos estilos de vida: el de los que buscan la felicidad sólo en esta tierra y el de quienes tienen los ojos puestos en la eternidad. 

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este sábado de la XXXIII Semana del Tiempo Ordinario.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Lucas 20,27-40. 
Se le acercaron algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: "Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?". Jesús les respondió: "En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección. Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él". Tomando la palabra, algunos escribas le dijeron: "Maestro, has hablado bien". Y ya no se atrevían a preguntarle nada. 
Comentario

 ¿Qué caso tendría morir para revivir a una vida igual a la que hemos llevado en este mundo, y, más aún, complicada con todo lo que se hubiese convertido en un compromiso terreno? Nosotros, al final, no reviviremos; seremos resucitados, elevados como los ángeles e hijos de Dios. Entonces quedaremos libres del sufrimiento, del llanto, del dolor, de la muerte, y de todo lo que nos angustiaba aquí en la tierra. Ya no seremos dominados por nuestras pasiones; ni la sexualidad seguirá influyendo sobre nosotros. Quienes se hicieron una sola cosa, porque Dios los unió mediante el Sacramento del Matrimonio, gozarán eternamente del Señor en esa unidad que los hará vivir eternamente felices, en plenitud, ante Dios. Quienes unieron su vida al Señor y a su Iglesia, junto con esa Comunidad, por la que lucharon y se esforzaron con gran amor, vivirán eternamente felices ante su Dios y Padre. Quienes vivieron una soltería fecunda, tal vez incluso Consagrada al Señor, vivirán unidos a esa Iglesia, por la que renunciaron a todo para vivir con un corazón indiviso al Señor y un servicio amoroso a su Iglesia. Nuestra meta final es el Señor. Gozar de Él es nuestra vocación. No queramos trasladar a la eternidad las categorías terrenas, sino que, más bien, vivamos con amor y con una gran responsabilidad la misión que cada uno de nosotros tiene mientras peregrina, como hijo de Dios, por este mundo hasta llegar a gozar de los bienes definitivos que el mismo Dios quiere que sean nuestros eternamente.

El Señor nos ha llamado para fortalecer su unión con nosotros mediante las Eucaristías que celebramos. El Señor es nuestro; y nosotros somos del Señor. Que su amor llegue en nosotros a su plenitud. Al recibir la Eucaristía no sólo recibimos un trozo de pan consagrado; recibimos al mismo Cristo que viene a hacerse uno con nosotros y a transformarnos de tal manera que, siendo uno con Él, Él transparente su vida llena de amor por todos a través nuestro. La Iglesia, así, se convierte en un Sacramento, signo de unión entre Dios y los hombres, y signo de unión de los hombres entre sí por el amor fraterno. Cristo ha dado su vida por nosotros, para que nosotros tengamos vida. Así nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos, para que todos participemos de los dones de amor, de vida y de salvación que el Señor nos ofrece. Dios nos quiere tan santos como Él es santo. Mas no por eso nos quiere desligados del mundo; sino que más bien nos quiere en el mundo santificándolo y dándole su auténtica dimensión: no convertido en nuestro dios, sino en un espacio en el que vivimos comprometidos para convertirlo en una digna morada en la que, ya desde ahora, comienza a hacerse realidad el Reino de Dios entre nosotros.

Mientras vamos por el mundo, llevando una vida normal como la de todos los hombres, quienes creemos en Cristo no olvidamos que tenemos puesta la mirada en llegar a donde ya el Señor nos ha precedido. Por eso no podemos vivir como quienes no conocen a Dios. No podemos pasar la vida cometiendo atropellos o destruyendo a las personas. Dios nos llama no para que nos convirtamos en salteadores que roban los tesoros del amor, de la verdad y de la paz con que el mismo Señor ha enriquecido los corazones de sus hijos, que Él ha creado. Pues quien destruya el templo santo de Dios será destruido por el mismo Dios. El Señor nos ha llamado para que seamos consuelo de los tristes, socorro de los pobres y salvación para los pecadores. Cumplir con esta misión no es llevar adelante nuestros proyectos personales, sino el proyecto de amor y de salvación que Dios mismo ha confiado a su Iglesia. Por eso nunca vayamos a proclamar su Nombre sin antes habernos sentado a sus pies para escuchar (leer) su Palabra, y para pedirle la fortaleza de su Espíritu Santo para ser los primeros en vivir el Evangelio, y poder así proclamarlo desde la inspiración de Dios, y desde nuestra propia experiencia personal.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, ser testigos de su Evangelio, como discípulos fieles que saben escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica; amando a Dios y amando al prójimo; viviendo nuestra comunión con Dios y nuestra comunión con el prójimo para que el mundo crea. Amén.