sábado, 15 de enero de 2011

«No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores»

¡Amor y paz!

Muy distintas eran nuestras familias, y por ende nuestras sociedades, cuando padres e hijos se sentaban juntos a la mesa a comer.  Dichosos los que aún lo hacen, porque este hecho tiene un importante significado de educación en la convivencia, el diálogo y el compartir humanos.

Jesús comía con sus seguidores y con quienes quería que lo siguieran y eso producía resquemores entre sus enemigos, los que se creían salvados o con más derechos para compartir con el Señor.

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este Sábado de la 1ª. Semana del Tiempo Ordinario.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Marcos 2,13-17.
Jesús salió nuevamente a la orilla del mar; toda la gente acudía allí, y él les enseñaba. Al pasar vio a Leví, hijo de Alfeo, sentado a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: "Sígueme". El se levantó y lo siguió. Mientras Jesús estaba comiendo en su casa, muchos publicanos y pecadores se sentaron a comer con él y sus discípulos; porque eran muchos los que lo seguían. Los escribas del grupo de los fariseos, al ver que comía con pecadores y publicanos, decían a los discípulos: "¿Por qué come con publicanos y pecadores?". Jesús, que había oído, les dijo: "No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores". 
Comentario
Cabalmente el primer día recordábamos la sentencia de un exégeta de lengua alemana: “la esencia del cristianismo es comer juntos”. La escribió hace más de veinte años. No se trata de una boutade, de una ocurrencia ligera que se permite un sesudo estudioso, fama que suelen tener los alemanes (lo digo por lo de sesudo, no por la ocurrencia ligera).

Rafael Aguirre es un estudioso español bien meritorio, y él nos ha escrito un libro entero titulado precisamente “La mesa compartida”. Así que eso de compartir la mesa tiene más “miga” (perdonad el juego de conceptos demasiado fácil, pero no buscado) de la que nos pudiera parecer.

Otros estudiosos, a saber, los que enseñan y escriben sobre la Eucaristía, se demoran, antes de hablar de la última cena de Jesús, en las comidas en que tomó parte durante su ministerio. En unas era un invitado. Aquí, burlando la vigilancia de los sesudos estudiosos, podemos mezclar varias de las referencias y relatos: las bodas de Caná, este banquete en casa de Leví, las invitaciones de fariseos aceptadas por Jesús, el episodio de los trajines de la hacendosa Marta y la regalada escucha de su hermana María, el convite en casa de Zaqueo..., sin olvidar la comida preparada por la suegra de Pedro. Amén de todos esos momentos, los cuatro evangelios nos narran la multiplicación de los panes en que Jesús ejerce de anfitrión. En las parábolas es recurrente el motivo del banquete. Y en cierta ocasión Jesús defenderá a sus discípulos poco propensos al ayuno diciendo que mientras estaba el novio no había que ayunar, que todo tiene su tiempo. ¡Pero si a él mismo se lo llamó comilón y borracho!

La comensalidad, es decir, el comer juntos, la confraternización, pertenece a la esencia del banquete, y también la alegría, la música, y la abundancia y calidad de los manjares. Todo ello era símbolo de la plenitud que llegaba con Jesús, una plenitud que no se servía al puñado de los cuatro justos-y-adustos que están ahítos de sobriedades. Es una plenitud que se desbordaba sobre todos, en especial sobre los “enfermos”, los alejados, los denostados y quizá envidiados colaboracionistas del imperio, los pecadores. Incluso, aunque a primera vista a regañadientes, sobre la hija de la sirofenicia y sobre los perrillos que se acercan a la mesa del amo para comer las migajas y huesos enjundiosos que caen de las bien provistas bandejas y los platos.

Pues... a lo dicho. ¡Y muy buen provecho!

Pablo Largo
www.mercaba.org